Juan Bayona se convirtió en el hazme reír de la ciudad capital. Le apodaron “El Sombrerón” y se burlaban del hombre de pequeña estatura que apenas y se distinguía debajo del enorme sombrero. Hasta que un domingo Juan no asistió a misa. Fue encontrado frío y tieso en una calle de la ciudad, junto al horrible sombrero. Juan Bayona se había quitado la vida.
El espíritu de Juan
Me llamaba Juan, Juan Bayona. Nací en 1742 en la ciudad de los Capitanes Generales, de los arzobispos y de los héroes; hombres y mujeres soñadores y alucinados por su amor a la fe. Aún era pequeño cuando murieron mis padres. Aunque un mi tío me recogió y me dio pan y abrigo, siempre fui un niño triste y crecí con muchas penalidades.
En 1772, contaba con 30 años de edad. Mi figura no era muy agradable; tenía una nariz larga y torcida hacia un lado, una boca grande y una hilera de dientes largos. Era de baja estatura y tenía un carácter insoportable.
Una noche, en las calles de Antigua, reinaba un silencio de tumba. Algunos serenos, medrosos y friolentos, se arrefujaban en sus grandes capones, tratando de ver en las tinieblas pero no vieron que asesinaban a un cristiano en la calle de Los Plateros.
Al día siguiente del suceso, las autoridades sospecharon de mí; por eso me encerraron en un calabozo de la cárcel pública. El alcalde era don Francisco Sánchez y allí me quedé.
Pasé varios días pensando en la injusticia de estar preso. Como no era culpable, me daba rabia: no sabía a quien acudir para que me ayudara. Una tarde, para matar el tiempo, escribí en un papel algunas frases que llegaron a las manos del alcalde y del arzobispo.
Ellos se asustaron, dijeron que eran invocaciones satánicas. En mi escrito únicamente pedía ayuda al diablo y a su madre la diabla, a cambio, ofrecía irme con ellos cuando muriera.
Según consta en una acta suscrita el 4 de agosto de 1772, el alcalde de Antigua, Ventura de Naxera pidió al Comisario de la Inquisición y Prebendado de la santa iglesia catedral Antonio Cortés, estudiar el papel y emitir sentencia para su autor.
El tribunal del Santo Oficio, me condenó a que fuera todos los domingos, a escuchar misa en la catedral. Debía llevar los brazos en cruz, la espalda desnuda y la cabeza cubierta con un gran sombrero que parecía alas de murciélago.
Al principio me resistí pero como la voz de la iglesia era la última palabra, cumplí. Causé risa: la gente se burló de mí y desde entonces, todos me gritaban ¡allí va El Sombrerón!.
El primer domingo fue tan sólo el inicio del largo martirio que Juan Bayona tenía que vivir pero no por mucho tiempo: su extraña estampa, ya familiar entre la gente de su época, no pudo soportar mucho tiempo el ridículo castigo.
Un domingo, desde muy temprano, las campanas de la catedral comenzaron a llamar a misa. La mayoría de feligreses presurosos atendieron su llamado. Sólo uno no lo hizo, porque junto con su horrible sombrero, yacía frío y exánime en una calle de la ciudad.
Al fin, la muerte se había compadecido del infortunio de Juan Bayona dándole su beso fatal. Al propagarse la noticia, Mucha gente se conmovió con un hálito de temor o tristeza. Rezaron por él y le pidieron perdón a Dios y al arzobispo y se confesaron.
Juan murió físicamente pero el fantasma de su recuerdo persiguió a los vecinos de Antigua. Cuentan que después nadie se atrevía a caminar de noche por las calles donde se paseaba aquel hombre del sombrero como de alas de murciélago.